El color del cristal con el que se mira

Pepita Jiménez

Hola a todas y todos y bienvenidos a Reescribiendo la piel, en la entrada de hoy hablaré de una obra en la que una mujer es el eje que lo rompe todo, a nadie deja indiferente. A lo largo de una misma historia es el sustento de una madre, el consuelo de un anciano al borde de la muerte, la alegría de un sacerdote, la aspiración amorosa de un cacique, pero sobre todo, la piedra en el camino para un futuro siervo de Dios, incapaz de mantener sus rectos principios ante un amor y una pasión tan arrebatadores como los que encuentra en los ojos de Pepita Jiménez. Esta novela pertenece a Juan Varela, y en ella no solo la trama consigue dejar en vilo al lector, sino que el propio autor se encarga de esconder la identidad del narrador y por ende, la autoría de las cartas y Paralipómenos aquí presentados.

Pepita Jiménez es muchas cosas y según quién lidere el relato se la describe de una forma u otra, pero quizás, la mirada más interesante, sea la que aporta don Luis. Las cartas muestran una imagen cambiante, como si fuese un reflejo sobre un charco, al principio distorsionada, hasta que el agua poco a poco se calma y deja ver la realidad. Una tensión que aumenta conforme pasa el tiempo, haciendo que la descripción de la joven se materialice cada vez más, pasando de describirla por lo que escucha de ella a describir incluso el tacto de su piel. Es curioso como el amor endulza la realidad y convierte a Pepita casi en una divinidad, constantemente la asemeja a las grandes protagonistas de la mitología recordando a la imagen de las ninfas de Garcilaso y dejando al resto de muchachas en considerable desventaja.


Imposible parece que quien tiene manos como Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto ruin que esté en discordancia con las limpias manos que deben ejecutarle.

No hay que decir que mi padre se mostró tan embelesado como siempre de Pepita, y ella tan fina y cariñosa con él, si bien con un cariño más filial de lo que mi padre quisiera. Es lo cierto que mi padre, a pesar de la reputación que tiene de ser por lo común poco respetuoso y bastante profano con las mujeres, trata a ésta con un respeto y unos miramientos tales, que ni Amadís los usó mayores con la señora Oriana en el período más humilde de sus pretensiones y galanteos: ni una palabra que disuene, ni un requiebro brusco e inoportuno, ni un chiste algo amoroso de estos que con tanta frecuencia suelen permitirse los andaluces. Apenas si se atreve a decir a Pepita «buenos ojos tienes»; y en verdad que si lo dijese no mentiría, porque los tiene grandes, verdes como los de Circe, hermosos y rasgados; y lo que más mérito y valor les da, es que no parece sino que ella no lo sabe, pues no se descubre en ella la menor intención de agradar a nadie ni de atraer a nadie con lo dulce de sus miradas.


Don Luis debe escoger entre lo mundano y lo eterno, resistir a la tentación o someterse a ella. Un final predecible que podría contarse de muchas formas, pero que llega a nosotros a través de un narrador oculto y un editor con mucho que decir y ganas de jugar de engañar. Todo se entremezcla, la verdad, la pureza y la pasión, haciendo que los personajes se vean obligados a crecer internamente y evolucionar para dar respuesta a sus nuevos deseos e inclinaciones, pero si Dios lo guía todo, ¿merece la pena amar de forma caduca, como es la vida, o aspirar a la salvación eterna?


Vd. reconoce y aplaude en mí la energía verdaderamente varonil, que debe haber en el afecto y en la mente que anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que pugna por comprenderle ha de ser briosa; la voluntad que se le somete por completo es porque triunfa antes de sí misma, riñendo bravas batallas con todos los apetitos y derrotando y poniendo en fuga todas las tentaciones; el mismo afecto acendrado y ardiente, que, aun en criaturas simples y cuitadas, puede encumbrarse hasta Dios por un rapto de amor, logrando conocerle por iluminación sobrenatural, es hijo, a más de la gracia divina, de un carácter firme y entero. Esa languidez, ese quebranto de la voluntad, esa ternura enfermiza, nada tienen que hacer con la caridad, con la devoción y con el amor divino. Aquello es atributo de menos que mujeres: éstas son pasiones, si pasiones pueden llamarse, de más que hombres, de ángeles. Sí; tiene Vd. razón de confiar en mí, y de esperar que no he de perderme porque una piedad relajada y muelle abra las puertas de mi corazón a los vicios transigiendo con ellos. Dios me salvará y yo combatiré por salvarme con su auxilio; pero, si me pierdo, los enemigos del alma y los pecados mortales no han de entrar disfrazados ni por capitulación en la fortaleza de mi conciencia, sino con banderas desplegadas, llevándolo todo a sangre y fuego y después de acérrimo combate.


Pepita Jiménez es una historia que cambia y adquiere nuevos matices según quién la cuente, al igual que las viejas leyendas, transmitidas de padres a hijos generación tras generación. Quizá ahí resida la magia de esta historia que atrapa página a página.



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