El poder de la apariencia

La de Bringas


Hola a todas y a todos y bienvenidos a Reescribiendo la piel. La novela de la que hablaré hoy nos sumerge en mundo donde se vive por y para la apariencia, nada es lo que parece y a su vez todo se reduce a la imagen pública. La de Bringas es una historia en la que se descubren los límites, o más bien la ausencia de ellos cuando el prestigio está en juego.

Esta obra naturalista no escatima en detalle, algo que no suele gustarme, pero aunque a veces me haya hecho perder un  poco el hilo, lo cierto es que la lectura resulta bastante amena e interesante, supone un viaje hacia el pasado a cargo de un narrador desconocido, pero testigo de todo. La vida de la burguesía queda al descubierto, sus comportamientos y costumbres les llevan a situaciones límite haciendo que en el transcurso de todo se confirme la típica frase de que «no todo lo que reluce es oro»

Sin lugar a dudas, el personaje estrella es la mujer de Bringas, Rosalía, su evolución psicológica juega un papel fundamental, ella hace y deshace, resolviendo conflictos, pero a su vez creando otros. El poder la vuelve loca, conseguir lo que siempre ha deseado, pero le ha sido negado, es el principio del fin para su familia, ya lo decían, poderoso caballero es don dinero, y precisamente, hechizada por el poder que este le otorgaba lleva la situación al límite, trastocando hasta sus propios principios, ella misma lo dice:

Ni sospechara nunca que esta inflexibilidad, alta y firme como una torre, pudiera algún día sentirse vacilar en sus cimientos, y hubo de parecerle tan extraño lo que a la sazón pensaba, que se creyó muy otra de lo que había sido. «La necesidad -se dijo-, es la que hace los caracteres». Ella tiene la culpa de muchas desgracias, y considerando esto, debemos ser indulgentes con las personas que no se portan como Dios manda. Antes de acusarlas, debemos decir: Toma lo que necesitas; cómprate de comer; tápate esas carnes... ¿Estás bien comida, bien vestida? Pues ahora... venga moralidad.

Discurriendo así, Rosalía se admiraba a sí misma, quiero decir que admiraba a la Rosalía de la época anterior a los trampantojos que a la sazón la traían tan desconcertada; y si por una parte no podía ver sin cierto rubor lo cursi que era en dicha época, por otra se enorgullecía de verse tan honrada y tan conforme con su vida miserable. El alcázar de su felicidad ramplona permanecía aún en pie; pero ya estaba hecha y cargada la mina para volarlo. Antes de dar fuego, la que aún era intachable, de hecho, lo contemplaba melancólica para poder recordarlo bien cuando se sentara sobre sus ruinas.

Pero no se puede culpar de todo a Rosalía, su marido, Francisco sin duda es otro personaje consumido por el ansia de poder en un sentido monetario, almacenar dinero a toda costa, no gastar, la tacañería llevada hasta un límite insospechable, ni ciego es capaz de soltar el control, todo necesita pasar por sus manos antes de llevarse a cabo y cuando la rutina se rompe, la estabilidad desaparece. Tampoco él parece encontrar un máximo cuando de no gastar se trata, siempre hay excusa o impedimento, y quien sufre las consecuencias es su mujer.

Los madrileños que pasan el verano en la Villa son los verdaderos desterrados, los proscritos, y su único consuelo es decir que beben la mejor agua del mundo.

La Madrid de Bringas es un teatro constante, una burguesía arruinada pero viviendo la mejor de las vidas, aspirando a dar la imagen de la aristocrática, la inferior a esta les causa sarpullido, pero sin duda, este clasismo no impide recurrir a quien menos tiene cuando se trata de salir de un apuro, Refugio es la perfecta salvadora cuando la desesperación se apodera de la situación, pero al no tener la misma posición que el resto es desprestigiada. Su diálogo con Rosalía es de lo mejor de la novela.

 Ay, qué Madrid este, todo apariencia. Dice un caballero que yo conozco, que esto es un Carnaval de todos los días, en que los pobres se visten de ricos. Y aquí, salvo media docena, todos son pobres. Facha, señora, y nada más que facha. Esta gente no entiende de comodidades dentro de casa. Viven en la calle, y por vestirse bien y poder ir al teatro, hay familia que se mantiene todo el año con tortillas de patatas... Conozco señoras de empleados que están cesantes la mitad del año, y da gusto verlas tan guapetonas. Parecen duquesas, y los niños principitos. ¿Cómo es eso? Yo no lo sé. Dice un caballero que yo conozco, que de esos misterios está lleno Madrid. Muchas no comen para poder vestirse; pero algunas se las arreglan de otro modo... Yo sé historias, ¡ah!, yo he visto mundo... las tales se buscan la vida, se negocian el trapo como pueden, y luego hablan de otras, ¡como si ellas no fueran peores!... Total, que de lo que vendí no he cobrado más que la mitad: la otra mitad anda suelta por ahí, y no hay cristiano que la cobre. ¡Sopla-ollas, fantasmonas! Y luego venían —300→ aquí dándose un pisto... 'Grandísimas... -les digo para mí-, yo no engaño a nadie; yo vivo de mi trabajo. Pero vosotras engañáis a medio mundo, y queréis hacer vestidos de seda con el pan del pobre'. Y óigalas usted echar humo por aquellas bocas, criticando y despreciando a otras pobres. Alguna ha habido que después de mirarme por encima del hombro, y de hacer mil enredos para no pagarme, ha venido aquí a pedirme dinero... ¿Y para qué sería?... tal vez para dárselo a su querido»

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